domingo, 7 de diciembre de 2014

18 vidas.

“ …
La lluvia no dejaba de caer, era como si el cielo llorara.
- Sólo dime por qué, Dani. 
- No puedo, Sara. Tengo que irme.
- Por favor, quédate. Me lo prometiste.
- Adiós, lo siento.
…”

06.30 de la mañana, el despertador  no hacía más sonar. Las pesadillas habían vuelto, y con ellas aquel recuerdo que le perseguía desde aquella fatal noche hace ya dieciocho meses. “Una hora normal si quieres aprovechar todas las horas de Sol que hay aquí”, le dijeron tras la notificación de su traslado al norte de Toronto. 
Se levantó de la cama, no sin antes secarse esa lagrimilla que corría por su mejilla cada mañana. Removió las pocas ascuas que quedaban en la chimenea y puso unos pocos troncos más. Se acercó a la ventana y contempló el amanecer, uno más de tantos que había visto ya desde esa ventana. En la oficina le dijeron que sólo sería un par de meses, pero ese par de meses ya iba por su tercer semestre.  “¿Qué más da ya? Se fue. Admítelo Sara, se ha ido de tu lado, y no va a volver.” Desayunó, se vistió, se colgó su ópalo azulado y se marchó, no sin antes darle una baya a su pequeña hámster, Miny.
Era martes. Familia Griffind y los Thomks. Los primeros aun eran pasables y tratables, pero mejor ni hablar de los segundos. Además de ser unos drogadictos, sus hijos le lanzaban los juguetes en cuanto se giraba, y ya estaba harta de encontrarse cardenales por toda su espalda. Pero era su trabajo, era lo que le tocaba aguantar. Sara había acabado la carrera hace cuatro años y aun sentía el hormigueo del primer día en la agencia social. 
Pero el hormigueo que comenzó a sentir en cuanto salió de casa no era el que solía tener de diario. No, ese era diferente, algo iba a sucederle, algo fuera de su alcance y no podría evitarlo. Y de pronto, esa melodía, ese sonido. Se quedó quieta, temblando, y no por los veintisiete grados bajo cero que hacían esa mañana. “Sólo ha sido mi imaginación, no es real. No hay nadie cerca tocando la flauta. Deja de temblar estúpida, y sigue andando”. Pero no por ello dejó de mirar alrededor suyo, buscando el origen de aquel dulce sonido, de aquella melodía homicida. “Siempre nuestra”. Sacudió la cabeza, queriendo que todo aquello saliera fuera de su mente, pero de poco servía si comenzaba a recordar. Por fortuna, llegó a la oficina casi sin darse cuenta, allí estaría distraída.
- Sara, bien que hayas venido pronto, Mr. Diggle quiere hablar contigo.
- De acuerdo, gracias Beth.
El señor Diggle era su jefe de grupo en la oficina. Hace ya año y medio, le vio aparecer por primera vez en la oficina de su pequeño pueblo. Por entonces no era más que una simple becaria de postgrado, pero pareció importarle a la hora de ofrecerle un puesto en su equipo, en Toronto. Aquello estaba muy lejos pero, después de lo que le ocurrió la noche anterior a la oferta, lo que más necesitaba era marchar de allí, lo más posiblemente lejos. Y eso hizo.
- Buenos días Mr. Diggle, ¿quería hablar conmigo?
- Sí, sí. Entra y cierra la puerta – Sara obedeció y se sentó en aquella misma silla donde se había sentado tantas otras veces y que tan cómoda le parecía, pero esta vez algo le decía que no sería así. – Sara, hoy hacen dieciocho meses de tu llegada, y parecen que sean dieciocho vidas, ¿no te parece? Ninguna familia ha dado queja alguna sobre ti, y cuatro de ellas pidieron que adoptaras a sus hijos, aunque al final les hiciste ver que no te lo merecías, que ellos serían mejores padres que tú. Me sorprende que consiguieras hacerles cambiar de opinión.
- Bueno, para ello estudié y trabajo en Trabajo Social, para ayudar a los que lo necesitan y hacerles ver que todo tiene arreglo – “¿Todos, estás segura? Tú no tienes arreglo pequeña, por eso te quiero conmigo siempre”. Notó un pinchazo en su pecho al respirar, leve, pero no lo suficiente como para que pudiera ocultar su mueca de dolor.
- ¿Te encuentras bien? No tienes buena cara.
- Unas un par de noches con pesadillas, eso es todo. Pero estoy capacitada para mi tarea de hoy, no se preocupe Mr. Diggle.
- Hoy no va a hacer su tarea, señorita Sara, por eso le he hecho llamar. Hemos recibido un correo de nuestra sede francesa. Quieren realizar un congreso sobre los acuerdos sociales “Continente viejo y nuevo unidos”, y quieren que manden a mi mejor agente. Te he reservado una habitación en el hotel Beaugrenelle Tour Eiffel. No sé si lo conoces, está en…
- En el centro de París – “No por favor, esto no puede estar pasando”. – Mr. Diggle, le agradezco mucho su confianza, pero no puedo aceptar. Tengo que terminar los casos empezados y… y… - le faltaba el aire, la cabeza estaba a punto de estallarle al oír ese nombre, ese lugar.
- Tranquilícese Sara – Mr. Diggle le tendió un vaso. – Toma, beba un poco de agua. Va a ir a París y va a disfrutar de su estancia. Considérelo como unas pequeñas vacaciones, y como un regalo. Porque créame, volver a ver al Sol más de diez horas al día, es un regalo.
- Yo… Siento mucho haber reaccionado así. 
- No se preocupe. Y ahora, regrese a casa y haga las maletas. Un taxi irá a recogerla a las cuatro, y su avión sale a las siete de la tarde. Estará en París para comer.
París. Primero la flauta y ahora París. Volvía a casa, e iba mirando el billete de avión que llevaba en su mano cuando se fijó en un cartel de su calle que, si la memoria no jugaba con ella, era la primera vez que veía. “Always our”, “Siempre nuestra”.
“…
- Eh, no la guardes, sabes que me encanta escuchar cómo la tocas.
- Sara, son las tres de la mañana, los vecinos nos van a mandar al carajo.
- Pues al carajo con los vecinos. Me encanta la melodía que has compuesto. ¿Ya le has puesto nombre o qué?
- Puede, ¿quieres saberlo? Para qué lo pregunto. Mírate, si casi te estampas contra la puerta del baño por apagar la luz para venir corriendo a escucharla. Vale, no me pongas esa cara, te lo diré. Siempre nuestra.
- ¿Siempre nuestra? ¿Por qué?
- Porque sólo tú y yo la hemos escuchado, porque es nuestra. Nuestra canción, Siempre nuestra.
…”
Hizo su maleta más rápido de lo que pensaba aunque, como siempre, no le cerraba. Estaban en invierno, pero en París no haría tanto frío como allí, unos diez grados más como poco. 15:18. 
- ¿Y qué hago yo ahora contigo, Miny?
Su hámster la miraba esperando a ver si le daba otra baya, ignorante a todo lo que le rodeaba, ignorante de lo que le sucedía a su protectora. Sara la metió en la jaula y llamó a su compañera de oficina para que se la cuidara mientras estaba fuera. Beth tenía una hija pequeña, así que estaba más tranquila al saber que alguien jugaría con su pequeña mascota.
15.47. El taxi no tardaría mucho en llegar. Tenía la cabeza apoyada en la puerta, respirando y expirando, intentando que sus emociones siguieran bajo ese umbral de oscuridad en el que las había intentado mantener a raya, pero después de la noticia del viaje, del billete de avión, de la reserva del hotel, del cartel, la raya había empezado a difuminarse.
Mr. Diggle acertó. Llegó a París a las doce del mediodía, la hora punta de los bares y restaurantes de La ville de l'amour. Al llegar al hotel, le dieron la llave de su habitación y le ayudaron con la maleta. Habitación 712. Al ver el número, pidió, más que preguntó, si le podían cambiar de habitación, pero le contestaron que se encontraban todas reservadas u ocupadas por el congreso. Después de deshacer la maleta, se sentó en la cama y llamó a servicio de habitaciones para que le subieran la comida. Si no podía huir de aquella habitación, huiría de París. Quería salir lo menos posible, no quería recorrer las calles que ya recorrió con su mano entrelazada. Una vez hubo comido, pidió a recepción que le avisaran una hora antes del primer evento que tuviera ese día. 21:04, el teléfono comenzó a sonar. A las 22:04 tenía la primera charla, y se iba a celebrar en el Jardin Shakespeare. Seis de diciembre, en un jardín francés. Sara comenzó a reírse. “Y yo que pensaba que había dejado el frío en Toronto.”
Todos sabían de lo que hablaban cuando decían que París de noche era mucho más bella. Las calles quedaban alumbradas por los farolillos, y los parques por las llamas de los enamorados. Las estatuas se erguían poderosas, y los puentes que unían las orillas del río Sena emitían destellos por los candados y las llaves que se encontraban en sus aguas. Sara no quería mirar por la ventana, no quería recordar más. El taxi le dejó en la puerta del jardín a las 22:03, pero allí no había nada, ni nadie. Sólo se escuchaban los violines de los restaurantes, el tráfico, el murmullo de la gente que paseaba… Y una flauta. De nuevo esa melodía homicida que conocía de principio a fin. De nuevo esa espina que le pinchaba en el pecho al respirar. No sabía cuánto tiempo aguantaría así, notaba como todo caía sobre ella. Sara sentía como su cuerpo la abandonaba, como la dejaba indefensa ante la interperie de la noche, “al menos moriré en nuestra querida París.”
Y, entonces, lo imposible se convirtió en posible.
- Hola Sara – ella se giró, y vio a aquel que todas las noches veía en sus pesadillas.
- ¿Dani? – no recordaba en qué momento había empezado a llorar, su voz era apenas un susurro que se pudiera escuchar.
Sus piernas no aguantarían mucho más, parecía que en cualquier momento fueran a doblarse y a partirse. Pero él le sostuvo. Le cogió por el mismo sitio que siempre le cogía cuando le rodeaba por la cintura. Sara no dejaba de pensar que todo esto era una pesadilla, que acabaría y despertaría chillando o llorando en su cama, en Toronto. Pero no, estaba allí, en París, en aquel parque por el que un día ya caminó, en los brazos de aquel que un día amó.
“…
- No puedes quitarte aún la venda, sino se irá al traste la sorpresa – Dani le guio por unos pocos pasillos más hasta que se paró. – Vale, ya puedes quitártela.
- 712, siete y doce, siete de diciembre. Es la fecha de mi cumpleaños. ¡Me encanta! – Sara no tardó en abrazarle y besarle como si le fuera la vida en ellos.
- Tranquila pequeña, no quieras correr, que aún queda mucho día por delante y muchas sorpresas por descubrir.
Ni si quieran deshicieron sus maletas. Ni si quiera se quitaron los abrigos ni los guantes. Estaban en París, la ciudad de los jóvenes amantes, y no querían perder ni un momento que no fuera recorrer sus calles. Salieron del hotel Beaugrenelle Tour Eiffel y comenzaron su aventura. Se pasaron el día, la tarde y la noche caminando, corriendo, riendo, besándose. Poco después de las once de la noche, llegaron al Jardin Shakespeare, donde, al tocar las doce del siete de diciembre, Dani le dio su regalo de cumpleaños. Era un ópalo azul en forma de corazón.
- Te prometo que, mientras lo lleves puesto, me tendrás siempre a tu lado.
- ¿Siempre? – le preguntó ella rozando con sus dedos el colgante.
- Siempre, te lo prometo. Ahora cierra los ojos, escucha a París, a nuestra querida París.
…”
Sara abrió los ojos, pero no se movió. Estaba en la cama de su habitación, en el hotel. No recordaba haber llegado hasta allí, ni siquiera qué había pasado. Pero entonces él se sentó en su cama.
- Hola pequeña, ¿cómo te encuentras? 
- Esto no es posible, es un sueño, nada es real, yo… – Sara no podía articular palabra alguna, no encontraba su voz. 
- Sé que todo esto te está resultando duro, pero no, no es un sueño. Estoy aquí, de verdad – Dani fue a cogerle la mano, pero ella se la apartó sin pensárselo.
- Te fuiste, me dejaste allí tirada bajo la tormenta – Sara se levantó de la cama, lo que más deseaba era alejarse de él en ese instante.
- Tuve que hacerlo, estabas sufriendo por algo que me pertenecía a mí, tú no tenías que cargar también con esa carga. 
- Te advertí que ese negocio que tenías con esos malhechores no era de fiar. ¿Sufrir? ¿¡Cómo no iba a estar sufriendo si la policía te estaba investigando!? No dejaba de pensar que en cualquier momento te iban a detener, mas aún después de que te interrogaran. Un momento… me dijiste que todo había ido bien, ¿por qué…?
- ¿Por qué te mentí? No quería que todo el pueblo te conociera como la amante de un preso. Sí, después del interrogatorio el juez decretó cuatro meses de prisión para mí por tráfico de drogas, pero conseguí que me dieran un día para arreglarlo todo antes de ingresar – Dani no podía ocultar la vergüenza que sentía al contarle la verdad. – Sólo quería protegerte.
- ¿Por qué no me lo dijiste cuando saliste? – de nada valía ya ocultar las lágrimas que descendían por sus mejillas.
- Quise hacerlo, un millar de veces quise hacerlo. Pero no podía, me daba asco a mí mismo por no haberte escuchado, por haberte mentido, por haberte dejado así. Pero conforme se acercaba tu cumpleaños, tu 27 cumpleaños, no podía dejar que esto siguiera así. Siempre te brillaban los ojos cuando hablabas de lo que querías hacer con 27 años – sonrió, entre lágrimas, pero no podía evitar sonreír. Sara comenzó a acercarse a él casi sin darse cuenta. – Querías que fuera en París, querías correr por sus calles de nuevo y estar en el Jardin Shakespeare cuando el reloj diera las doce.
- ¿Tú organizaste esto, verdad? Llamaste a mi jefe y te hiciste pasar por alguno de alguna organización de los que están haciendo el congreso – Sara no podía creerse que de verdad hubiera hecho eso.
- Sí, y también fui yo quien reservó esta habitación, y quien te dijo que tu “primera charla” sería en ese parque. Aunque no todo empezó aquí… Fui hasta Toronto y puse la grabación de la canción que compuse con mi flauta.
- Dios, entonces no me lo imaginé. Si estabas allí, ¿por qué no viniste a verme? ¿Por qué no me contaste todo esto allí? – aunque quisiera aparentarlo, estaba cada vez menos enfadada.
- Porque no quería que me vieras allí, quería que fuera aquí, en París, el día de tu cumpleaños. Por cierto, casi se me olvida – Dani extrajo una pequeña bolsita que llevaba en su bolsillo. Se puso de rodillas y vació la bolsa en su mano. Dentro de ella, había un anillo. – Sé que nunca fui, ni soy, ni seré el amor que te mereces. Nunca quise causarte todo el daño que te causé, y por ello nunca podré decirte cuánto lo siento y me odio por ello. Pero de algo sí estoy seguro, y es que quiero pasar el resto de mi vida contigo. Sé que sólo podré querer a otra como te quiero a ti, y será aquella que me conozca por el nombre de papá. Sé que nunca nadie me querrá como tú lo haces, o lo hiciste, ya no lo sé. Sólo sé que te quiero, y que no hay día desde aquella tormenta en la que no haya dejado de pensar en ti y del error que cometí al dejar que te fueras.
Sara no podía creerse lo que estaba pasando. Tenía a Dani arrodillado frente a ella, pidiéndole que se casara con ella, pidiéndole perdón por haberle ocultado la verdad. Una parte de ella le decía que se fuera, que no cometiera el error de darle una segunda oportunidad después de lo que le hizo, pero entonces recordó. Recordó el día que se conocieron, recordó la primera vez que Dani le dijo “te quiero”. Recordó su primer beso, recordó su primera vez y las caricias de después. Recordó cuando le trajo a París por su 18 cumpleaños, recordó cómo sus ojos suplicaban que le perdonaba lo que estaba haciendo el día que la dejó. Notaba como el fuego recorría cada una de las partes de su cuerpo, como la respiración se le cortaba, como la cabeza le iba a explotar. Y, entonces, una palabra brotó de sus labios.
- Sí quiero – no supo cómo pudo decirlo, ni si quiera si lo pensó antes de decirlo, sólo sabía que lo había dicho, que no quería retirarlo, que quería pasar el resto de su vida con él. – Sí quiero, Dani.
Sara se arrodilló junto a él y empezó a besarle. Ninguno de los dos habían dejado de llorar, pero ahora ya no era por pena ni por dolor, era por felicidad, por amor. 
Sara nunca habría imaginado cuando fue a París que allí encontraría el final de su dolor, ni Dani se habría imaginado cuando salió de prisión que la chica con la que soñaba cada noche sería ahora su mujer. Sus hijos nunca sabrían cómo pasó todo, nunca sabrían qué había pasado bajo esa tormenta, ni qué había pasado en la habitación 712 un 7 de Diciembre. Nunca contarían esos amantes cómo fue su reencuentro porque, para ellos, sólo fue un “hasta ahora”, nunca un adiós.



martes, 2 de diciembre de 2014

Un suave Carpe Diem bajo la áspera realidad.

Para empezar esta lectura, me gustaría que pensaran en la pregunta que les voy a hacer, al final entenderán por qué: ¿No creen que algo no va bien? Quédense con la pregunta rondando por sus mentes y vayamos a lo que interesa. ¿Alguno de ustedes ha escuchado "Cuestión de Prioridades", de Melendi? Puede que algunos por el autor ya comiencen a pensar en cualquier barbaridad pero, les pediría amablemente que escucharan este trozo de la canción, la más bonita que ha escrito a mi padecer, que les voy a leer a continuación:
"Perdonen sus gobernantes esta mía ignorancia, no entiendo que en pleno año dos mil, a mil kilómetros de aquí, se estén muriendo de hambre. Se están muriendo de hambre y no les damos de comer, nos lo gastamos todo en tanques para podernos defender de qué, de quien. De vuestros putos ombligos mercenarios, arrogantes que se den por aludidos son los putos asesinos que los estáis matando de hambre".
¿Da de qué pensar, verdad? Desde que fue escrita esta estrofa hasta este día han pasado más de diez años y las cosas no han cambiado mucho, de hecho, parece que todo haya ido a peor. Enciendes el televisor, te pones a ver las noticias mientras comes o cenas y te entran ganas de dejarlo. Asesinatos, gente viviendo en la calle, paro y más paro, recortes, leyes que antes nos daban libertad siendo ahora prohibidas… malas noticias por el mundo entero, ¿y tú que haces mientras? Quedarte sentado en el sofá sin poder hacer nada. Aunque no es necesario encender la televisión para ver esas cosas. Sales a la calle y te las encuentras en primera persona: gente pidiendo dinero con cartones escritos de "por favor, necesito ayuda" con su fiel amigo durmiendo junto a ellos, personas buscando en la basura, niños arrastrando carros con chatarra… No sé ustedes, pero el ver esto hace que me nazca odio, odio hacia la gente que ha provocado todo esto y una gran impotencia por no poder hacer nada por acabar con todo lo que está sucediendo ya que, si lo hiciera, me tacharían de antisistema. En la edad media eran los guerreros los que luchaban por las injusticias del pueblo, ahora son los rebeldes de la sociedad, rebeldes que se rebelan contra lo injusto, aunque los mandamases no hacen más que dejarlos como los malos y decir que no hay injusticias. Claro, ¿cómo no van a haber injusticias? ¿Acaso son para los mandamases las injusticias que ellos mismos provocan, iguales que para el pueblo? Es obvio que no, ya que no las están sufriendo en sus propias carnes como lo hacen los que ya no tienen nada que perder.
Durante toda la historia de la humanidad han sucedido este tipo de cosas, de hecho, siempre han estado. ¿Ustedes se han fijado en cómo acaban este tipo de situaciones? Todo período de decadencia y de revueltas ha acabado estallando en una guerra. La palabra en sí ya da pavor, guerra, parece algo casi imposible en nuestros tiempos, pero no es cierto. La Tierra está plagada de guerras, pequeñas o grandes, políticas o económicas, armamentísticas o químicas, da lo mismo. Y, aunque todos los países pidan paz, todos ellos se vuelven locos por tener bombas nucleares o, quien sabe, mucho peores. Se dice que si la Tierra entera entrara en guerra, la destrucción sería más catastrófica que si cayera un meteorito. ¿Qué irónico, verdad? Somos capaces de construir armas nucleares pero no de cesar el hambre en el mundo y, aun pudiendo, no les es rentable a los mandamases.

No sé qué opinarán ustedes de todo esto que les acabo de leer pero, les hago la misma pregunta que al principio: ¿No creen que algo no va bien? Ahora entenderán por qué se lo he dicho antes, y es que, queramos verlo o no, algo no va bien. Prioridades hay muchas, desde tener que sentarse en un trono hasta encontrar unas migajas de pan para alimentar a tus hijos. Todos tenemos prioridades pero, al hablar de la humanidad, todos deberíamos de tener como prioridad el bien común. No me refiero a ir a un banco y robarlo para darles el dinero a los que se lo han robado, no, aunque fuese una buena idea, ya sería un poco pasarse Robins Hoods modernos. No, yo me refiero a demostrarles a los mandamases que no somos como ellos, que podemos mejorar el mundo sin la necesidad joder al resto, porque no hay otra palabra que describa lo que ellos están haciendo, sino darles esa comida que compras de más y luego acabas tirando a la basura a la gente que pasa hambre. Si eres médico, negarte a hacer pagar la consulta a un enfermo de la calle. Si eres profesor, negarte a que un niño no pueda aprender porque sus padres no puedan pagarle los libros de texto. Si eres persona, a no dejar a una persona dormir a la intemperie una fría noche de invierno entre cartones. Y así podría pasarme horas porque, son esos pequeños gestos los que demuestran que “la vida más pequeña, vale mil veces más que la nación más grande, que se inventen jamás”. Esos pequeños gestos, son el suave Carpe Diem bajo la áspera realidad.

Miedo a eso que llaman amor.

¿Será verdad que tengo miedo a querer? ¿O simplemente es miedo a que me vuelvan a romper? Uno no elige de quién enamorarse, pero sí a quién le rompes el corazón. Uno no elige a quién enamorar, pero sí a quién dañar. Puede que sea porque no conozco qué es el amor, pues siempre que he empezado a conocerlo, de mí se ha despedido.
Tener miedo a enseñar cómo eres de verdad. Que no eres un bloque de hielo, ni tienes un corazón de piedra. Una simple armadura que te protege lo que de verdad eres. Alguien que un día amó y le hicieron sangrar. Alguien que dio todo lo que podía y le robaron hasta el último de sus besos para que nunca más besara con amor. Alguien que derramó lágrimas por aquellos que nunca se las secaron. Alguien que tiene miedo a confiar de nuevo en alguien, alguien que le abra su alma. Alguien que huye ante quien quiera enjaularla en su mente, y en su corazón.
Alguien que, simplemente, tiene miedo a amar. Miedo a que derritan su armadura para después dejarla desnuda ante el fuego del recuerdo. Miedo a dejar escapar su libertad para entregársela a quien la encadena. Miedo a amar, miedo a ser querida, a ser herida, a ser amada.
Nunca conoció a quien confiara en ella de verdad. Nunca conoció a quien no le mintiera. Nunca conoció a quien de verdad la amase.

Tantas veces empezó a querer para después tener que olvidar. Tantos besos sinceros dio que ya besa igual que miente. Tantos jugaron con su corazón que ellos mismos lo convirtieron en piedra. Tantos abusaron de su calor que la volvieron del material del frío. En quien es ahora. En mí.

viernes, 28 de noviembre de 2014

Sentimiento Guerrero.

He bailado tus rumbas, he llorado tus baladas. He cumplido años con tu "Suenan sirenas de fondo", tu "Que el cielo espere sentao'", tu "Y volar, como volaba Peter Pan hacia Nunca Jamás", tu "yo me he criado en las calles, donde no donde no vale la pena el cuidar cada detalle", tu "Lucho por vosotros que sois mis guerreros", tu "Cuando le dije picaresco 'Nena, yo soy tu refresco, agítame antes de usarme'", y tu "Soy el corazón bastardo de Cupido, que alejas del tuyo con cada latido".
He pasado de bailar subida en el maletero de un coche con siete años "Billy el pistolero", a escribir una redacción de crítica social partiendo de "Cuestión de Prioridades" con diecisiete. Dicen que madurar es cumplir años, yo pienso que es entender las canciones.
Que uno de mis sueños sea poder decirte un simple gracias por todas aquellas noches en las que convertiste lágrimas en risas, o por poner ritmo a mi infancia. Un simple gracias con un abrazo de esos que no se olvidan, porque no se quedaría grabado en la memoria, sino en el corazón. 
Y, aunque probablemente ese sueño aún tarde en cumplirse, mis gracias las tienes desde Sin Noticias de Holanda, y hasta el último acorde de la última canción con la que nos des el privilegio de escucharte. 
Por estos diez años y todos los que hagan falta a tu lado, Món.
Gracias.

lunes, 6 de octubre de 2014

Loca por la vida.

La observaba desde la ventana, viendo como andaba alegre cantando por el comedor, hasta que ella se fijó en él. 
"Podías haberme dicho que estabas ahí, así no me habrías visto haciendo el loco por la casa". Ella le abrió la puerta y fue a darle dos besos para saludarme, pero él, en vez de en las mejillas, prefirió dárselos en los labios que, como bien recordaba, sabían a Coca-Cola.
"Pero así es como me gusta verte, loca por la vida, porque así es la chica de la que me enamoré." Y así, ella y él, él y ella, que amigos sólo se creían, comenzaron el sueño que ambos cada noche compartían.

martes, 5 de agosto de 2014

Vivir soñando.

Y es ese maldito recuerdo el que te provoca dolor y a la vez felicidad. Ese que sabes que, cuanto antes lo olvides, más fácil será todo, pero no quieres hacerlo. Es tu recuerdo y, por nuestro bien o por nuestro mal, estamos hechos de recuerdos. Nos ayudan a ser lo que somos, a no cometer los mismos errores, o a volverlos a cometer.
Es como eso de los sueños. Dicen que dormimos para soñar, o que soñamos para dormir. Pero, ¿y qué si prefiero soñar para vivir, o vivir para soñar? "En nuestros sueños creamos un mundo enteramente nuestro" dicen, pero yo prefiero vivir mi mundo como lo vivo en mis sueños, donde los imposibles dejan de existir para convertirse en mis posibles.

Podría ser este nuestro trato: ni vivimos para olvidar lo que una vez hicimos, ni soñamos imposibles para no hacerlos posibles despiertos. ¿Por qué? Porque nuestros sueños deben ser más grandes que nuestros miedos.


lunes, 23 de junio de 2014

Sentimiento condenado.

Dicen que el pulso acelerado y las pupilas dilatadas son sus síntomas. O que los besos en el cuello, las caricias y las palabras sinceras son su causa. Si la pasión es un instinto, los besos son su reflejo. Si el amor es un sentimiento, las cadenas son su condena.
No se puede elegir por quién sentir, al igual que tampoco a quien siente por ti. Somos esclavos de nuestros propios instintos, somos esclavos de nuestros sentimientos. Por mucho que quieras alejarte de los labios por los que suspiras, porque sabes que es lo correcto, recuerda que aquel que tus labios quiere besar, también suspira por los tuyos. Oye sus palabras, saborea sus caricias; siente sus ojos, míralos, graba en tu memoria su mirada para siempre recordarla.


Ahora elige: vive y siente, o vive y encadénate. Debes elegir, no hay vuelta atrás. El aroma de la libertad es demasiado adictivo, una vez que lo pruebas, no necesitas, sino que dependes de él.

sábado, 7 de junio de 2014

El chico de la flor verde.

Hacía mucho tiempo que no llovía. Ya no recordaba qué era ver llover, ni si quiera reconocía el sonido del agua al chocar contra el asfalto cuando lo escuchaba por la televisión. Hacía tan sólo unas pocas semanas que se había mudado a una nueva casa porque a su padre le habían trasladado en el trabajo. Aunque se encontraba en una de las zonas más calurosas del país, la casa era fría, húmeda y lóbrega; por mucho que corrieran las cortinas y dejaran pasar los rayos de luz, los tonos grises de las paredes no querían dar un poco de calor a los nuevos huéspedes.
Eran cinco hermanos, más los dos progenitores, para cinco habitaciones y, por ser la pequeña de los cinco, a Piper le tocó el desván como cuarto. No le disgustó tanto la idea, le gustaba las alturas, así podría observar mejor el mundo, aunque cuando les dijo eso a sus cuatro hermanos mayores, se rieron de ella, pues le preguntaron que de qué mundo hablaba, si del mundo real o de ese en el que vivía ella noche y día. Aunque para ellos fuera eso gracioso, a Piper no le molestaba. Es verdad que era algo distraída, pero si algo caía bajo su penetrante mirada, dejaba de ser el secreto de una sola persona para convertirse en el de dos. Tal vez por eso sus hermanos y hermanas mayores le apartaban tanto de ellos, porque conocía sus secretos antes incluso que ellos mismos. Aunque así fuera, no les preocupaban que los supiera, "¿A quién se lo vas a contar? No tienes a nadie que quiera escucharte", solían decirle sus hermanos y hermanas cuando ella les decía que sabía algo de ellos. Piper era la pequeña, sus padres no se fijaban mucho en ella y los demás chicos y chicas de su clase no querían saber nada de ella, pues para ellos era una “rara”, y lo mismo pensarían sus nuevos compañeros.
Aunque le gustase estar sola, tanta soledad no era buena, y se preguntaba cómo sería tener amigos, aunque fuera uno sólo. Eso en el mundo real, pues en su mundo, amigos era algo que nunca le faltaba. Espíritus del aire, del agua, del fuego, de la tierra, todos abrazaban a Piper cada vez que ella lo necesitaba; aunque eso sólo ocurría en sus sueños, y en sus libretas con cientos, miles de palabras escritas con su pluma.
Una noche, Piper se encontraba sentada en el pollo de su ventana, con su libreta apoyada en las rodillas y su pluma en la mano, cuando vio una sombra en el campo de al lado de su casa. Estuvo a saber cuánto tiempo observando el campo, esperando ver de nuevo esa sombra, cuando un chico de pelo verde (más o menos de su edad, pensó Piper) salió de detrás de un árbol, y se sentó en el suelo en dirección a la ventana en la que Piper estaba sentada, mirándole fijamente con una sonrisa dibujada en los labios. Sin pensárselo dos veces, Piper salió a su encuentro, pues sabía que ambos tenían que conocerse.
Hola Piper, te estaba esperando – le dijo él mientras se incorporaba.
- ¿Quién eres? – contestó ella, sin importarle que supiera su nombre.
- Mi nombre es Cloud, pero eso ya lo sabías, ¿me equivoco? – le respondió él con picardía.
Decía la verdad, pues Piper ya lo sabía. Cloud le ofreció sentarse a su lado, y así poder contemplar ambos la cantidad de estrellas que se veían esa noche y cómo viajaba la Luna hasta cederle su puesto al astro rey. Así estuvieron toda la noche y la madrugada, hablando sobre historias y leyendas nocturnas, como si no fuera la primera vez que hablaran, así, hasta que el Sol empezó a alzarse.
“Está amaneciendo, será mejor que regreses a tu cuarto Piper. Me ha encantado verte al fin y espero impaciente que vuelvan a cubrir el cielo las estrellas para poder verte y que me cuentes qué tal te ha ido el día. Hasta entonces, buenos días”, y tras decirle eso, le dio un beso en la frente y se quedó de pie viendo como su nueva amiga regresaba a su casa. Se durmió nada más tocar la almohada y, para cuando el despertador sonó, Piper despertaba como nunca lo había hecho antes, sonriendo, pues, aunque muchos pensarán que lo sucedido la noche anterior había sido un sueño, no lo había sido, había ocurrido de verdad. Sabiendo eso, Piper no contó a nadie lo ocurrido esa noche, ni esa, ni todas las que le siguieron desde entonces. Todas las noches se asomaba por la ventana y veía a Cloud sentado en el campo, esperándole.
Cada mañana y tarde, al ir y volver de la escuela, Piper pasaba por el campo en el que pasaba las noches junto a Cloud, y veía como una flor verde sobresalía sobre el resto, una flor que por las noches no venía en el campo. Todas esas andadas nocturnas eran especiales para Piper, pero todavía más lo fue aquella que todo cambió para ella, para Cloud, para esos dos amigos que dejaron de serlo para convertirse en amantes. Esa noche, en la que Cloud le cogió de la mano, acariciándole su pelo rojizo con la otra, mirándole a los ojos mientras ella observaba las estrellas, hasta que se fijó que su compañero no las miraba. “¿No te apetece mirar hoy las estrellas?”, preguntó Piper, a lo que Cloud le respondió: “Claro que me apetece, de hecho, ahora mismo estoy mirando las dos estrellas más bonitas que el Universo podía crear, tus ojos”. Piper, que nunca tenía frío, sintió un escalofrío recorriendo su cuerpo entero, que pronto fue calmado con el calor que le transmitió Cloud cuando sus labios rozaron los suyos.
Cuando los amantes se hubieron despedido, Piper regresó a su casa, bajo la mirada de su amado, y ella iba tan distraída que, sin que antes le hubiera pasado nada parecido, no vio cómo su hermana salía de la casa, y ambas se encontraron en la verja del jardín. La hermana de Piper empezó a gritarle qué hacía fuera de la casa y, al ver que su hermana pequeña no le quería contestar, despertó a la familia entera para que se enterasen de las escapadas de la pequeña de la familia, lo que le costó, no sólo un castigo, sino que sus padres cerraran con llave la verja del jardín. Al caer la noche, Piper se asomó por la ventana y vio a Cloud esperándole. Por primera vez en su vida, Piper se sentía furiosa, necesitaba salir de esa casa, necesitaba encontrarse con aquel chico que le había enseñado a amar. Sin darle más vueltas, salió al jardín de su casa y escaló la verja, hiriéndose en el costado con una de las puntas, aunque no le dio importancia, pues estaba fuera de la parcela. Cuando ambos amantes se habían fundido en un abrazo, Piper comenzó a notar que sus piernas le fallaban, cayendo al suelo con un dolor punzante en el costado, la verja se le había clavado de manera que le había provocado una profunda herida que le resultaría mortal.
Las luces de la casa de Piper empezaron a encenderse unas tras otras, su familia había visto cómo saltaba la verja. Cuando fueron en su busca, la lluvia empezó a caer sobre ellos y, al llegar al campo, vieron a un joven de pelo verde llorando mientras sostenía en sus brazos el cuerpo de una joven de pelo rojo sin vida ya. Cloud había hecho lo imposible por tamponar la herida, pero no había sido suficiente. Antes de cerrar sus ojos por última vez, Piper le cogió la mano a su fiel compañero desde aquella noche hace ya meses. “Nunca antes había pensado que podía llegar a amar a alguien, menos aún que alguien llegara a amarme a mí, y entonces llegaste tú. ¿Quieres saber cómo sabía tu nombre? Ya nos habíamos visto antes de que te aparecieras aquella noche en este campo, aunque no cara a cara. Ya había rozado antes tu pelo verde, ¿lo recuerdas? Brillabas más que ninguna otra flor aquella mañana en la que deseé que cobraras vida. Ahora ya ninguna mañana nos separará, ni tampoco verja alguna. Amaneceremos juntos hasta que el mundo deje de ser mundo, hasta que las estrellas dejen de brillar sobre nosotros cada noche. Te quiero Cloud” y, como aquella primera noche en que se conocieron, no sin antes haber rozado sus labios por última vez, cerró los ojos con una sonrisa en sus labios.
Los vecinos de aquel pequeño pueblo no tardaron en conocer la noticia: la pequeña de los nuevos inquilinos de aquella fría casa había muerto por un desgarro en las costillas. No vieron funeral alguno, ni tan sólo una tumba. Aquella familia que había llegado hace unos meses, se fueron de la misma manera que vinieron, sin que nadie lo supiese. Los vecinos de aquel pequeño pueblo no recordaban una lluvia tan larga como aquella que había empezado la noche en que la joven de pelo rojo había muerto en los brazos de un joven de pelo verde. 


Ahora ya nadie recuerda el nombre de aquellos dos amantes que nunca podrás vivir su noviazgo como el resto, pero todos conocen la historia de aquel campo frente a la vieja y fría casa, De aquel campo en el que dos flores sobresalen del resto. Dos flores, una verde y otra roja, que entrecruzadas llevan tantos años en aquel campo que, por las noches, pueden oírse los susurros de amor entre dos jóvenes amantes, donde puede verse la sombra de dos jóvenes abrazados, mirando las estrellas que les cubren cada noche.

domingo, 5 de enero de 2014

La ingenua que escuchó al viento.

Cierro los ojos, y la sensación de libertad crece en mi interior. Escucho al viento rugir desde mi ventana, llamándome, pidiéndome que vaya con él. La noche es fría y oscura, hoy la Luna no ha querido salir a vernos. Tampoco veo las estrellas, pues tímidas se han vuelto ante las nubes que navegan por el cielo.
Decido salir al abrigo de la noche, con la mirada fija en mi pequeño rincón, en aquel donde "imposible" deja de existir en el diccionario de mi memoria. Subo, subo, subo. Escalón a escalón, sin apartar la mirada de la oscuridad. El viento acude a mi encuentro. "¿A dónde quieres ir?", me pregunta. "Súbete a mí, y podrás ir allá a donde quieras", me dice. Vacilo. Nunca se debe fiar del viento, pues él puede cambiar de rumbo sin ni quiera pensarlo. Sólo las nubes, esclavas a su merced, intentan hacerle frente con sus rayos, pero no siempre de ellos pueden servirse. "Lo veo en tus ojos, no quieres, necesitas ir a un lugar, no puedes engañarme. He calado hasta tu corazón. He recorrido cada rincón de tu mente, y por cualquiera que pasase, el mismo nombre aparecía en ellos." Cada palabra que decía hacía estremecerse hasta al árbol más fuerte, haciéndole inclinarse con cada susurro. "Deja que te lleve, lo deseas, lo pides a gritos. También sé que escondes un secreto, ¿por qué?" Entonces lo vi. Vi como el viento se acercaba a mí, rodeándome, abrazándome. La lágrima que huía por mi mejilla fue a parar a su mano. Una vez más, el viento ganaba la partida. "Oh, no sufras, pequeña. Es doloroso, lo sé. Y te entiendo. Vamos, deja que te lleve. Deja que te lleve con él."
"No", lo único que puedo decir, lo único que consiguen formar mis labios estando aún presa por sus brazos. La libertad que antes nacía en mí, desaparecía, dejando lugar a un dolor que brotaba del miedo, de ese que atormenta en las pesadillas. "¿Estás segura?", no espera a mi respuesta, tras eso abre una brecha en la pared del rincón, dejando ver un lugar diferente al que me encontraba, mostrándonos a él. "Vamos, cruza la imagen, ve con él, sólo tienes que darme la mano, así podrás estar siempre con él."
A la mañana siguiente, el viento había amainado, había dejado de rugir. Ya nadie se encontraba en esa torreta donde la noche anterior se había escuchado un grito de dolor. Y, desde esa noche, había alguien que notaba que ya nunca se encontraría solo, incluso decía escuchar su nombre cuando el viento se levantaba, o decía escuchar un llanto cuando preguntaba por aquella ingenua que una noche escuchó al viento y se dejó seducir por sus traidoras promesas.

Tiempo.

"Devora todas las cosas: aves, bestias, plantas y flores. Roe el hierro, muerde el acero y pulveriza la peña compacta. Mata reyes, arruina ciudades y derriba las altas montañas."

El tiempo pasa, y no espera a nadie. Una noche te acuestas dando las buenas noches a alguien, y a la mañana siguiente te levantas queriendo matarlo. Y es así. El tiempo cambia a las personas mucho más de lo que admitiremos jamás. No siempre podemos seguir siendo niños, por muy empeñados que estemos en seguir asustándonos en el tren de la bruja cuando para salir de la atracción necesitamos un bastón. No siempre te echará de menos  esa persona que tú tanto añoras, porque el tiempo pasa para ambos, y por mucho que tú quieras mantener esa unión, el tiempo corta la cuerda, si la otra parte del puente no la aguantan, tú no puedes conseguir que la tuya aguante para siempre.
Tal vez no lo sepan, pero lo que duele no es que el tiempo pase. Lo que duele es vivir en un tiempo donde no dejas que las manecillas del reloj sigan su recorrido, donde te quedas bloqueado, sin poder avanzar, no porque no puedas, sino porque no quieres. Vivir en un tiempo ya vivido, vivir entre recuerdos. Es cierto que hay recuerdos que vale la pena retener pero, no todos son tan buenos o, al menos, cuando el tiempo sigue corriendo, fuera de ellos. Esos recuerdos, que pueden llegar a destruir cada una de las partes de tu sonrisa. Esos recuerdos que quedaron grabados a fuego en tu memoria cual a espina en la yema de un dedo que intentó rozar una bella flor. Tiempos ya vividos que, además, son convertidos en tu energía para la lucha de cada día.